lunes, 27 de febrero de 2012

CUADRO 6. El horror

Originalmente la obra está ambientada en el penal de Villa Devoto (Buenos Aires) durante la dictadura militar conocida como "Proceso de reorganización Nacional". Aunque en nuestra adaptación hemos eliminado las referencias locales e históricas con el objetivo de universalizar la historia y que los personajes puedan ser situados en muchos otros contextos parecidos, en el  proceso de creación del personaje Valentín es necesario el estudio de los sucesos que tuvieron lugar con los opositores al régimen. Son muchas y variadas las fuentes a las que he recurrido intentando comprender que podía sentir un preso político en esas circunstancias y el horror de lo acontecido superó con creces mis expectativas.
Como muestra dejo aquí el relato de un superviviente de los centros de detención clandestinos que operaron durante la dictadura por todo el país y que se puede encontrar fácilmente junto a otros muchos en Internet.
Ánimo para el que se decida a leerlo.



"Transcribimos el primero de los casos en toda su extensión, por ser prototípico; en él encontramos reflejados los terribles padecimientos físicos y psíquicos de quienes atravesaron este periplo. Lo relatamos de principio a fin, con todas sus implicancias en la personalidad de la víctima a la que se quería destruir. 



El 5 de abril de 1978, aproximadamente a las 22 horas, el Dr. ...... entraba a su casa en el barrio de Flores, en la Capital Federal: 



«En cuanto empecé a introducir la llave en la cerradura de mi departamento me di cuenta de lo que estaba pasando,  porque tiraron 
bruscamente de la puerta hacia adentro y me hicieron trastabillar. 

Salté hacia atrás, como para poder empezar a escapar. 

Dos balazos (uno en cada pierna) hicieron abortar mi intento. Sin embargo todavía resistí, 
violentamente y con todas 
mis fuerzas,
 para evitar ser esposado y encapuchado, durante varios minutos. Al mismo tiempo gritaba a voz 
en cuello que 
eso era un 

secuestro y exhortaba a mis vecinos para que avisaran a mi familia. 
Y también para que impidieran que me llevaran.

Ya reducido y tabicado, 
el que parecía actuar como jefe me informó que mi esposa y mis dos hijas ya habían
 sido capturadas y 
«chupadas». 

Cuando, llevado por las extremidades, porque no podía desplazarme por las heridas en las piernas,
 atravesaba la puerta de 
entrada del edificio, 

alcancé a apreciar una luz roja intermitente que venía de la calle. 
Por las voces y órdenes y los ruidos 
de las puertas del coche, en medio de los gritos de reclamo de mis vecinos,
 podría afirmar que se trataba de un coche patrullero. 

Luego de unos minutos, y a posteriori de una discusión acalorada,
 el patrullero se retiró. 

Entonces me llevaron a la fuerza y me tiraron en el piso de un auto, 
posiblemente un Ford Falcon, y comenzó el viaje. 

Me bajaron del coche en la misma forma en que me habían subido, 
entre cuatro y, caminando un corto trecho (4 ó 5 metros) 
por un espacio que, por el ruido, era un patio de pedregullo, me arrojaron sobre una mesa. 
Me ataron de pies y manos a los cuatro 
angulos. 

Ya atado, la primera vez que oí fue la de alguien que dijo ser médico 
y me informó de la gravedad de las hemorragias en las piernas y que, por eso, 
no intentara ninguna resistencia. 

Luego se presentó otra voz. Dijo ser EL CORONEL. 
Manifestó que ellos sabían que mi actividad no se vinculaba con el terrorismo
 o la guerrilla, pero que me iban a torturar por opositor.
 Porque: «no había entendido que en el país no existía espacio político para 
oponerse al gobierno del Proceso de Reorganización Nacional».
 Luego agregó: «¡Lo vas a pagar caro... !¡ Se acabaron los 
padrecitos de los pobres!» 

Todo fue vertiginoso. 
Desde que me bajaron del coche hasta que comenzó la primera sesión de «picana» pasó menos tiempo que 
el que estoy tardando en contarlo. 

Durante días fui sometido a la picana eléctrica aplicada en encías, tetillas, genital, abdomen y oídos.
 Conseguí sin
 proponérmelo, hacerlos enojar, 

porque, no sé por qué causa, con la «picana», aunque me hacían gritar, saltar y

 estremecerme, no consiguieron que me desmayara. 

Comenzaron entonces un apaleamiento sistemático y rítmico 
con varillas de madera en la espalda, los gluteos, las pantorrillas y 
las plantas de los pies. 
Al principio el dolor era intenso. Después se hacía insoportable. Por fin se perdía la sensación 
corporal y se insensibilizaba totalmente la zona apaleada. 
El dolor, incontenible, reaparecía al rato de cesar con el castigo. Y se 
acrecentaba al arrancarme la camisa que se había pegado a las llagas, 
para llevarme a una nueva «sesión». 

Esto continuaron haciéndolo por varios días, 
alternándolo con sesiones de picana. 
Algunas veces fue simultaneo. 

Esta combinación puede ser mortal porque,
 mientras la «picana» produce contracciones musculares, 
el apaleamiento provoca 
relajación (para defenderse del golpe) del músculo. 
Y el corazón no siempre resiste el tratamiento. 

En los intervalos entre sesiones de tortura
 me dejaban colgado por los brazos de ganchos fijos en la pared 
del calabozo en que me 
tiraban. 

Algunas veces me arrojaron sobre la mesa de tortura
 y me estiraron atando pies y manos a algún instrumento 
que no puedo 
describir 
porque no lo vi 
pero que me producía la sensación de que me iban a arrancar cualquier parte del cuerpo. 

En algún momento estando boca abajo en la mesa de tortura
sosteniéndome la cabeza fijamente, 
me sacaron la venda de los 
ojos y me mostraron un trapo manchado de sangre. 

Me preguntaron si lo reconocía y, sin esperar mucho la respuesta, que no tenía

 porque era irreconocible (además de tener muy afectada la vista) me dijeron que era una bombacha de mi mujer. 
Y nada más. 
Como para que sufriera... Me volvieron a vendar y siguieron apaleándome. 

A los diez días del ingreso a ese «chupadero» llevaron a mi mujer,
 Hilda Nora Ereñú, donde yo estaba tirado. La vi muy mal. 
Su estado físico era deplorable. 
Sólo nos dejaron dos o tres minutos juntos. 
En presencia de un torturador. Cuando se la 
llevaron pensé (después supe que ambos pensamos) que esa era la última vez que nos veíamos.
 Que era el fin para ambos. 
A pesar de que me informaron que había sido liberada junto con otras personas, 
sólo volví a saber de ella cuando, legalizado 
en la Comisaría de Gregorio de Laferrère, se presentó en la primera visita junto a mis hijas. 

También me quemaron, en dos o tres oportunidades, con algún instrumento metálico. 
Tampoco lo vi, pero la sensación era de que
me apoyaban algo duro.
 No un cigarrillo que se aplasta, sino algo parecido a un clavo calentado al rojo. 

Un día me tiraron boca abajo sobre la mesa, me ataron (como siempre)
 y con toda paciencia comenzaron a despellejarme las 
plantas de los pies. Supongo, no lo vi porque estaba «tabicado», que lo hacían con una hojita de afeitar o un bisturí. 
A veces 
sentía que rasgaban como si tiraran de la piel (desde el borde de la llaga) con una pinza. 

Esa vez me desmayé. 

Y de ahí en
más fue muy extraño porque el desmayo se convirtió en algo que me ocurría con pasmosa facilidad. 

Incluso la vez que,  
mostrándome otros trapos ensangrentados, me digeron que eran las bombachitas de mis hijas.

 Y me preguntaron si quería que 
las torturaran conmigo o separado. 

Desde entonces empecé a sentir que convivía con la muerte. 

Cuando no estaba en sesión de tortura alucinaba con ella. A veces despierto y otras en sueños. 

Cuando me venían a buscar para una nueva «sesión» lo hacían gritando y entraban a la celda pateando la puerta y 
golpeando lo que encontraran. Violentamente. 

Por eso, antes de que se acercaran a mí, ya sabía que me tocaba. 
Por eso, también, vivía pendiente del momento en que se iban
 a acercar para buscarme. 

De todo ese tiempo, el recuerdo más vivido, más aterrorizante, era ese de estar conviviendo con la muerte. 
Sentía que no 
podía pensar. 

Buscaba, desesperadamente, un pensamiento para poder darme cuenta de que estaba vivo.

 De que no estaba loco. 
Y, al mismo tiempo, deseaba con todas mis fuerzas que me mataran cuanto antes. 

La lucha en mi cerebro era constante.
 Por un lado: «recobrar la lucidez y que no me desestructuraran las ideas», y por el otro: 
«Qué acabaran conmigo de una vez» 

La sensación era la de que giraba hacia el vacío en un gran cilindro viscoso por el cual me deslizaba sin poder aferrarme a nada. 

Y que un pensamiento, uno solo, 
sería algo sólido que me permitiría afirmarme y detener la caída hacia la nada. 

El recuerdo de todo este tiempo es tan concreto y a la vez tan íntimo
 que lo siento como si fuera una víscera que existe realmente. 

En medio de todo este terror, no sé bien cuando, 
un día me llevaron al «quirófano» y, nuevamente, como siempre, después 
de atarme
,

 empezaron a retorcerme los testículos. 

No sé si era manualmente o por medio de algún aparato. Nunca sentí un dolor

 semejante.
 Era como si me desgarraran todo desde la garganta y el cerebro hacia abajo.
 Como si garganta, cerebro, estómago 
y testículos estuvieran unidos por un hilo de nylon y tiraran de él al mismo tiempo que aplastaban todo.

El deseo era que consiguieran arrancarmelo todo y quedar definitivamente vacío. 

Y me desmayaba. 

Y sin saber cuándo ni cómo, recuperaba el conocimiento y ya me estaban arrancando de nuevo.
 Y nuevamente me estaba 
d
esmayando. 

Para esta época, desde los 15 ó 18 días a partir de mi secuestro
sufría una insuficiencía renal con retención de orina. 
Tres 
meses y medio después, preso en el Penal de Villa-Devoto,

 los médicos de la Cruz Roja Internacional diagnostican una 

insuficiencia renal aguda grave de origen traumático, que podríamos rastrear en las palizas. 

Aproximadamente 25 días después de mi secuestro, por primera vez, 
después del más absoluto aislamiento, me arrojan en un
 calabozo en que se encuentra otra persona. 
Se trataba de un amigo mío, comparñero de trabajo en el Dispensario del Complejo
 Habitacional: el Dr. Francisco García Fernandez. 

Yo estaba muy estropeado. 
El me hizo las primeras y precarísimas curaciones, porque yo, en todo este tiempo, no tenía ni noción 
ni capacidad para procurarme ningún tipo de cuidado ni limpieza. 

Recién unos días después, corriéndome el «tabique» de los ojos, pude apreciar el daño que me habían causado. 
Antes me 
había sido imposible, no porque no intentara «destabicarme» y mirar, sino porque,

 hasta entonces, tenía la vista muy deteriorada. 

Entonces pude apreciarme los testículos... 

Recordé que, cuando estudiaba medicina, en el libro de texto, el famosísimo Housay, 
había una fotografla en la cual un hombre, 
por el enorme tamaño que habían adquirido sus testículos, los llevaba cargados en una carretilla. 
El tamaño de los míos era 
similar a aquel y su color de un azul negruzco intenso. 

Otro día me llevaron y, a pesar del tamaño de los testículos, me acostaron una vez más boca abajo. 
Me ataron y, sin apuro, 
desgarrando conscientemente, me violaron introduciendome en el ano un objeto metálico. 

Después me aplicaron electricidad por 
medio de ese objeto, 

introducido como estaba. No sé describir la sensación de cómo se me quemaba todo por dentro. 

La inmersión en la tortura cedió. 
Aisladamente, dos o tres veces por semana, me daban alguna paliza.
 Pero ya no con i
nstrumentos sino, generalmente, puñetazos y patadas. 

Con este nuevo régimen, comparativamente terapéutico, empecé a recuperarme físicamente. 
Había perdido más de 25 kilos de peso 
y padecía la insuficiencía renal ya mencionada. 

Dos meses antes del secuestro, es decir, por febrero de ese año, padecí un rebrote de una antigua simonelosis (fiebre tifoidea). 

Entre el 20 y 25 de mayo, es decir unos 45 ó 60 días después del secuestro, tuve una recidiva de la salmonelosis
 asociada a mi quebrantamiento físico.» 



A la tortura física que se aplicaba desde el primer momento, se agregaba la psicológica (ya mencionada en parte)
 que continuaba a 
lo largo de todo el tiempo de cautiverio, 

aun después de haber cesado los interrogatorios y tormentos corporales. A esto sumaban 
vejaciones y degradaciones ilimitadas. 

«El trato habitual de los torturadores y guardias con nosotros era el de considerarnos menos que siervos. 
Eramos como cosas. 
Además cosas inútiles. Y molestas. Sus expresiones: «vos sos bosta». Desde que te «chupamos» no sos nada. 
«Además ya nadie 
se acuerda de vos». «No existís». «Si alguien te buscara (que no te busca) 

¿vos crees que te iban a buscar aquí?«»Nosotros somos todo para vos». «La justicia somos nosotros». «Somos Dios». 

Esto dicho machaconamente. Por todos. Todo el tiempo, muchas veces acompañado de un manotazo, zancadilla, trompada o 
patada. O mojarnos la celda, el colchón y la ropa a las 2 de la madrugada. Era invierno. Sin embargo, con el correr de las 
semanas, había comenzado a identificar voces, nombres (entre ellos: Tiburón, Víbora, Rubio, Panza, Luz, Tete). También 
movimientos que me fueron afirmando
 (conjuntamente con la presunción previa por la ruta que podría asegurar que recorrimos) en la
 opinión de que el sitio de detención tenía las características de una dependencia policial. 
Sumando los datos (a los que podemos 
agregar la vecindad de una comisaría, una escuela-se oían 

cantos de niñas-también vecina, la proximidad-campanas-de una iglesia) 

se puede inferir que se trató de la Brigada de Investigaciones de San Justo. 

Entre las personas con las que comparti el cautiverio, lo sé porque oí sus voces y me dijeron sus nombres,
 aunque en calabozos
 separados estaban:............... ...................................................................................................... 

El 1° de junio, día de comienzo del Mundial de fûtbol, 
junto con otros seis cautivos detenidos-desaparecidos, 
fui trsladado en un 
vehîculo tipo camioneta (apilqdos como bolsas unos arriba de otros) 

con los ojos vendados a lo que resultó ser la Comisaría de 
Gregorio de Lafèrrere. 

Actuó en el traslado uno de los más activos torturadores. 
También puedo afirrnar que fue el que me disparó cuando me secuestraron. 

El trayecto y tiempo empleado corrobora la hipótesis anterior con respecto al Centro Clandestino. 

Un dato previo, de suma importancia, después, es el de mi participación profesional a partir de 1971, en la Escuela Piloto de
 Integración Social de Niños Discapacitados, que había sido creada en 1963. Funcionaba en Hurlingham, partido de Morón. 

Después de permanecer dos meses en un calabozo de esa Comisaría (una noche me hicieron firmar un papel-con los ojos 
vendados-que después utilizaron como primera declaración ante el Consejo de Guerra Estable 1/1) el 18 de agosto me llevaron al
 Regimiento de Palermo, donde el Juez de Instrucción me hace conocer los cargos. Entre ellos figuraba el mencionado 
anteriormente de mi participación en la Escuela Piloto de Hurlingham. 

Allí denuncié todas las violaciones, incluyendo las torturas, el saqueo de mi hogar y la firma del escrito bajo apremio y sin conocerlo». 


El Dr. .......... fue conducido al Tribunal Militar-Consejo de Guerra Estable N° 1/1.- Este se declaró incompetente por no tener
 acusación que dirigirle. Giradas las actuaciones a la Justicia Federal se dicta inmediatamente el sobreseimiento definitivo. 
Todo el martirio relatado fue soportado por una persona contra la que nadie formuló cargo alguno."

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